De frontera a frontera México es un país enorme, complejo, lleno de honduras históricas y culturales hasta ahora inaccesibles para mí. Un pedazo hermoso de este planeta repleto de diversidad, matices, lugares inhóspitos, interrogantes sociales y mescolanzas que a primera vista parecen ofrecerse gustosos al visitante pero que con el paso del tiempo te dejan con la terrible sensación de no haber comprendido nada o bien poco.
Esta sensación llevo arrastrando estos últimos días de mi viaje y ante tanta contradicción que me acecha en las noches de autobús decidí concentrarme en los aspectos más superficiales, evidentes y reales que me ofrece la vida mexicana: formas, colores, palabras, olores, ruidos. Sólo en la descripción de estos fenómenos cotidianos podría perderme durante meses y aún así me faltarían adejtivos, capacidad lírica para hacerle justicia a la riqueza de estos parajes, a los cientos de estímulos que marean mi conciencia desde la mañana a la noche.
Empecemos con los tamaños y formas voluptuosas de las frutas. No reconocí la chirimoya hasta que la probé. La llaman guanábana y su carne es tan dulce y blanca como la de su hermana europea presentando la única diferencia de portar en su interior unas semillas que no permiten el diminutivo pepita sino que se ofrecen al mundo como señoras pepas, negras y duras. Aquí en el trópico, donde ando vagando desde hace ya unos días, las piñas son enormes y cálidamente amarillas. Los plátanos pequeños y de varios colores y las sandías parecen mutaciones radioactivas, verdes, inmensas, turgentes.
Desde que llegué a San Cristobal de las Casas, en el estado de Chiapas, me ocupan además los tonos y las formas de las casas aparentemente humildes que ocultan exhuberantes járdines (ahora algo secos porque la época de lluvia está a la vuelta de la esquina), amplias terrazas, colibríes y otras delicadezas hasta hoy solo conocidas de los documentales aquellos tan instructivos de la TVE2. Esta ciudad es un reto imposible de no aceptar, concentrada en su existir indígena y al mismo tiempo tan abierta al mundo. Plantea evidencias concretas (la realidad de las diversas y numerosas comunidades de indígenas o nativos del altiplano) imposibles de resolver en exactas ecuaciones de integración social a la europea. Vivir y dejar vivir parece ser la ambición útopica que reluce en los muros y carteles decorados por manos anónimas. Quizás imposible de realizar pues a pesar de estar tan lejos del mundo, San Cristobal de las Casas no puede sustraerse al mismo ni a su cambios.
No consigo vislumbrar una idea de todo esto. Algo nublada de pensamiento y de juicio me dirijo a visitar la catedral de la ciudad, levantada en honor del patrón que le da nombre, San Cristobal, encomienda de todos los viajeros para llegar a buen puerto. Allí asisto a un culto católico-indígena, oscuro y plagado de retaílas orales en cualquier lengua autóctona que suenan como un mantra hindú o budista. San Cristobal parece plantearme más interrogantes. Pero al menos averigüé por qué le adjudicaron "de las Casas" a su urbe protegida. Fray Bartolomé, misionero español de más luces que la mayoría de hombres de su época, se encargó de que no todo fuera muerte y destrucción en la hermosa Chiapas. Sus habitantes originarios se lo agradecieron entonces y lo hacen aún hoy. Para mí es un honor estar aquí y reflexionar sobre su filosofía. Vivir y dejar vivir. ¡Qué hermosa utopía!