No hay nada como el asueto. Vaguear, retozar en la perezosa conciencia de no tener que hacer nada, tumbarse a la bartola, holgazanear, relajarse. Todo eso que se resume desde hace ya algunos meses en el mediatizado vocablo "perrear" con el que al parecer han venido bregando los españoles en su faceta de ávidos espectadores de televisión durante esta última temporada. Constituye, este "perrear", parte esencial de la canción presentada por España en la convocatoria anual de Eurovisión y acompaña además a algunas creaciones lingüísticas populares, muestras notorias de un fenómeno que podríamos titular como "iberenglish (por favor, no se confunda con el spanenglish) y que presenta casos como los siguientes: "breiquindans" "maiquelyacson". En relación a "perrear", no me atrevería a decir que se trata de una creación exclusiva de la canción "chiquichiqui" pues yo ya la usaba en mi adolescencia y uno de sus significados ha estado hasta la fecha asociado en mi vocabulario a otras del mismo arbol semántico: "hacer el perro", "estar ahí, aperrado" "ser un perro/-a". Así que la cuestión del "perreo", entendida desde el ámbito ibérico al que humildemente pertenezco, reside en la acepción que domino, es decir en precisamente no hacer nada.
Lo más probable es que me esté quedando algo corta en la interpretación que realizo del tema musical presentado por el tipo tupé-patillón que han mandado los españoles este año a Belgrado. No importa, también él con su ritmo y sus gogós ha resultado algo escasito en su tarea y ese destello de genialidad cultural que tiene el país y que reluce de manera inopinada en sus productos culturales, el esperpento, no aflora, al menos visto desde Alemania, por ninguno de los poros y lentejuelas que revisten al personaje. Vamos, que existe una distancia apreciable entre lo esperpéntico y lo grotesco y que si la opinión mediáticopública (perdón por la palabra) española pretendía con su elección marcar la diferencia, dejar clara una postura frente al festival de marras, podría haber recurrido al ingenio que desviste la farsa, al ridículo lúcido, a la mera caricatura pero no al trío calavera y a su regatón de lata. Eso es tremendamente tedioso y carente de originalidad. Para eso, qué queréis, prefiero el pavo irlandés.
De todos modos yo a lo que iba era al asueto. Porque es domingo y porque a veces la ausencia de obligaciones permite emprender pequeñas aventuras, retos de menor calado pero cuya consecución deja tras de sí un regusto de prueba conseguida, de labor cumplida y a otra cosa mariposa. Es evidente que en este tipo de días es necesaria la presencia de un alidado imprescindible para que al menos el escenario de nuestro asueto no se venga abajo. Me refiero al caprichoso sol de estas tierras, elemento inseparable en mi caso de las ganas de aventuras y retos menores.
Hoy se echó a la calle, lustroso y brillante y yo con él, a verlas venir y a prestarle una ayudita a una amiga y a su bólido yacente en alguna esquina de la ciudad con la desesperanza de una rueda pinchada desde hace una semana. Como bien os podéis imaginar, para mí el reto consistía en colaborar de la manera más efectiva posible con la dueña y cambiar sin grandes indecisiones la parte en cuestión. Tras un análisis breve pero detallado de los pasos a seguir, un par de risas y un "venga, hombre, que ésto está hecho en un minuto" nos pusimos, mi amiga y yo, a quitar tornillos, a ensuciarnos las manos y las rodillas y a echarle un gato al cochecito. Más o menos grasa, titubeos y sudores, todo en tal justa y acorde medida que aunque la cosa duró más de un minuto si que pudimos decir que el tiempo que tardamos en cambiar la rueda no fue más que el que dejamos transcurrir tomándonos una copa de helado al concluir la humilde, y en mi opinión, contudente hazaña.
Típico de un domingo. Me voy a casa con la lengua aún fría de una dulcísima bola de helado y con la impresión de haber vivido, en aquella calle a la que me arrastró una rueda ajena, unas horas en otro lugar. Esquinas remotas de Frankfurt que aún siendo similares a las de mi entorno se revisten de cierto exotismo cotidiano y despiertan un culto voyeur propiciado por la sensación de sentirme intrusa en este paraje urbano. Casitas iguales a todas pueblan las calles, iguales y distintas, habitadas por otras personas también muy parecidas a las que viven por mi barrio. Es divertido observar a los transeuntes y descubrir en ellos lo acostumbrado y notar que justamente nuestra presencia es la que trastoca el orden rutinario del día festivo. Por poco tiempo, como os dije con celeridad inesperada pasamos a la cuestión culinaria. Y en ella discurrió la tarde y entonces vino la noche y frente a un vaso no sé muy bien quién dijo: "bueno, ahí va...un domingo más".